Por su gran interés reproduzco
íntegramente la entrevista que Alberto Ruiz hizo a Damián Iguacen para el periódico El Día de Aragón, se publicó el domingo 29 de
marzo de 1992.
Damián Iguacen, obispo
emérito de Tenerife, salió de Aragón hacia Canarias en 1984 y en
el 91, al jubilarse, volvió a la tierra que le vio nacer
Fuencalderas, provincia de Zaragoza, 12-2-1916). Dirigió el
seminario de Huesca en el que estudió, tras regentar varias
parroquias en el Somontano y en el Pirineo, como por ejemplo en
Torla. Conoce su región palmo a palmo: hombre de pueblo y de la gran
ciudad, ha trabajado en todos los ámbitos y menesteres sacerdotales.
Actualmente (1992), aunque se mueve mucho “al servicio de quien se
lo pide”, su punto de referencia es Huesca.
“EL ÚLTIMO DE
TODOS...”
Damián Iguacen,
que rigió las diócesis de Huesca, Barbastro y Teruel, antes de
jubilarse como obispo en Tenerife, intentó en su vida hacer realidad
incondicional el lema elegido para su consagración episcopal.
Por
Alberto Ruiz
“Con el corazón en la mano” o “con la mano en el corazón”
son gestos físicos -que no palabras de poeta sin oficio- del obispo
aragonés Damián Iguacen. Los hace cuando conversa con uno , codo a
codo, juntos en el mismo cuadrante de una mesa camilla. Su bondadoso
rostro crea el barrunto de que ese gesto externo es toda una realidad
que trasciende y se clava en la memoria.
Dispuesto a charlar el rato que haga falta, estar una hora hablando
con el que fue administrador apostólico de Huesca, obispo de
Barbastro y de Teruel, antes de serlo de Tenerife, se antoja un
minuto.
En Zaragoza es “Don Damián”. Así se le conoció por muchos
años, cuando la parroquia de Santa Engracia pertenecía a la
diócesis de Huesca y trabajó como delegado o vicario de su obispo
en este enclave o regentando en el barrio San José la iglesia de
San Lino.
Su palabra es fluída, porque no se anda por las ramas conceptuales
de la abstracción: porque todo él “destila” sencillez. Habla
sin remilgos y, tácitamente, te invita a decir lo que te salga. El
solo atiende y comprende. Responde. Se deja que le corten. No vuelve
atrás: siempre dispuesto a conectar con la última expresión con la
que su interlocutor le requiere.
El sabe que le quieren “todos”. No lo dice, pero a través de su
mano y de sus ojos se trasluce que esa realidad la tiene como un
tesoro; quizá, como las últimas y más dulces gotas del fruto de su
trabajo, ahora, en la jubilación.
Y lo confirma él mismo con dos detalles: “El lema que escogí para
mi episcopado fue El último de todos, el servidor de todos.
Y como he querido ser fiel a ello, quizás por eso me quieren.
Además..., no es difícil encontrar afecto y confianza en los otros,
si tú les quieres. La verdad es que no tengo otro mérito; ninguno
más, en absoluto”.
El segundo detalle es algo que le dejó una huella imborrable: al
despedirse de sus fieles de Barbastro, para ir a Teruel, un grupo
exhibía una pancarta con la leyenda “Tanto nos quiso, que nos
convenció”.
Los diez años de Teruel fueron muy buenos para él -sonríe
satisfecho, al recordar-, pero lo de Barbastro “fue demasiado, algo
que yo no merecía: una diócesis pequeña, “maja”, en la que
podía visitar a la gente en sus casas y conocía a cada uno con sus
nombres y apellidos”.
La verdad es que todo el mundo lo ve más como un buen cura de “a
pie”, que como un obispo. Este asunto le ha preocupado siempre:
acabar con aquella cierta inaccesibilidad del obispo, vestido de
rojo, y , aunque decirlo le parece algo pretencioso, es capaz de
afirmarlo: “he trabajado todo lo que he sabido”.
En Tenerife le acogieron con un poco de recelo (les mandaban un
obispo “¿ya viejo?”), pero cuando conocieron su dinamismo y su
talante, tuvieron que decirle: “¡Pare, pare; no empuje!”.
Con toda llaneza quiere dejar bien claro que no hubo castigo en aquel
traslado, sino que “vieron en él al hombre idóneo para pacificar
una rota en aquella época, diócesis canaria”.
Ni siquiera el tema de “los límites diocesanos” sobre el que la
Conferencia Episcopal le encargó en su día una ponencia tuvo nada
de conflictivo para él. Damián Iguacen, aparte su convicción
personal, veía con claridad, según las pautas del Concilio, la
conveniencia de adaptar los límites o crear nuevas diócesis que
concordaran con las autonomías, pero cuando él y la comisión
episcopal a la que pertenecía lo tuvo todo preparado. Roma dijo:
“dilata”(“quede el tema aparcado”), y él sometió su
convicción al dictamen vaticano.
Sobre los malos entendimientos que, a veces, se dan entre Iglesia y
sociedad civil, entre obispos e informadores o políticos, monseñor
Iguacen está convencido de que nunca hay maldad. Para él no hay
personas malas: sólo hay “una crasa ignorancia” (“¿quien
se molesta en conocer profundamente a la Iglesia, que no es un
partido político y en la que no se puede entrar con criterios
sociopolíticos, porque se trata de un sacramento, un signo de
Jesucristo?”) y una cultura icónica, de imagen: “vale lo
que me gusta; es malo lo que no me gusta. Pero no siempre lo bonito
es lo bueno”.
Cree Iguacen que hoy se vive mucho de impresiones, de reacciones
viscerales. Y como la imagen hiere más la sensibilidad que el
razonamiento, hay conflictos que provienen de la falta de
conocimiento y amontonamiento de imágenes que no dan lugar a la
operación del pensamiento...Recuerda la palabra del profeta (“la
tierra está desolada, porque no hay quien piense”) y, sobre todo,
está convencido de que no hay mala voluntad, acaso superficialidad y
juicios rápidos...
Hasta en los detalles, muestra el que fue obispo de Barbastro su
bondad, su “corazón en la mano”: sobre la beatificación de
Escrivá de Balaguer, también él ha quedado “sorprendido por la
rapidez y, más que nada, por el autobombo, el boato, la
propaganda...Yo creo que hay que ir con mucha más sencillez. Pero lo
respeto; no entro en el tema”
Fuente: El Día de Aragón 29-3-1992 Autor del reportaje: Alberto
Ruiz
Foto: Portada del libro El último de todos de Olga María Alegre y
Reproducción de página de El Día de Aragón
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